Si Shakespeare estuviera vivo, podría haber escrito que Luiz Inácio Lula da Silva, como Julio César, domina el estrecho mundo de la política brasileña como un coloso, mientras que “hombres menudos caminan bajo sus enormes piernas rumbo a una deshonrosa tumba”.
El presidente más popular de la historia de Brasil se prepara para dejar el poder, impedido por la Constitución de postularse de nuevo. Sus índices de aprobación del 78% deben de ser la envidia de los políticos del mundo. Lula se hizo símbolo de los recientes avances de América Latina al consolidar la democracia y parar la inflación crónica, rindiendo gran progreso en la justicia social.
Lula no tuvo una vida fácil. Es una figura de heroica complejidad que, al contrario que los héroes de Shakespeare, no procede de noble cuna. Nació en el Noreste azotado por las sequías. Abandonada por su marido, su madre emigró a São Paulo con sus hijos en la trasera de un viejo camión. Una película hagiográfica, O filho do Brasil (El hijo de Brasil), financiada por empresas clientes del Estado, narró esta leyenda. Juan Luis Cebrián, en una larga entrevista para EL PAÍS, admiraba la sabiduría popular de Lula y contaba que “posa su mano de obrero sobre mi rodilla, en un ademán de complicidad, de camaradería, de evidente franqueza”. Le comparó con Sancho Panza, citando las últimas palabras del escudero: “Saliendo yo desnudo como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel”.
No es para tanto. Las campañas electorales brasileñas cuestan miles de millones de dólares, trayendo pesadillas para Lula. Duda Mendonça, el asesor de marketing político mejor pagado de Brasil, inventó el lema Lulinha, paz e amor, para suavizar su imagen antes de los comicios de 2002, cuarto asalto de Lula a la presidencia, después de tres intentonas predicando una ruptura con las élites dominantes. Cuando tres años después, en una audiencia parlamentaria, Duda reveló que recibió pagos ilegales, Lula fue amenazado de destitución a causa de las fechorías cometidas por los hombres menudos que caminaban bajo sus piernas. Tres ministros dijeron a Lula que debía renunciar. Uno de ellos era su propia jefa de Gabinete, Dilma Rousseff, a la que el presidente ha ungido como su sucesora en los comicios de este mes. “No me conocéis”, respondió él entonces. “Esos tíos se engañan. No comprenden mi vínculo con el pueblo. A esos hijos de puta les voy a ganar las elecciones”.
Lula sobrevivió porque se lanzó a una incansable campaña entre los pobres y porque les dio muchos beneficios. La popularidad de Lula se basa en un consumo disparado, con un gran aumento del empleo y de los salarios públicos, así como de las transferencias sociales, entre ellas el programa Bolsa Familia, que concede a las madres pequeñas cantidades mensuales a cambio de que mantengan escolarizados a sus hijos. Las transferencias y los nuevos empleos formales ayudaron a sacar a unos 29 millones de personas de la pobreza. Esos brasileños cuentan con el rápido aumento del crédito al consumo para comprar electrodomésticos, ordenadores, motos, coches y viviendas subsidiadas. Los préstamos personales aumentaron en un 35% anual desde 2003, y en un 45% en los últimos tres años, a tipos de interés encima del 40%, absorbiendo más del 20% de los ingresos mensuales de las familias endeudadas. El consumo crecía a un 9,5% anual al inicio de la campaña electoral. Así, Brasil podría caer en su propia crisis de deudas populares impagables.
El aumento del consumo da a los brasileños una visión positiva de su futuro y del mundo. Según la Encuesta sobre actitudes globales del Pew Research Center de Washington de este año, de los 22 países estudiados, y con la única excepción de los chinos, los brasileños son los ciudadanos más contentos con la situación económica. Alrededor del 77% piensa que Brasil se convertirá en una potencia mundial, o cree que ya lo es, aunque ese concepto sigue siendo vago.
Esta confianza ha llevado a los brasileños a expresar opiniones que no encajan con la política exterior de Lula. En contra del constante desdén mostrado por su presidente hacia Estados Unidos, el 62% de los brasileños tiene una opinión favorable de EE UU, mientras que el 77% ve con buenos ojos a las grandes empresas extranjeras y el 87% se muestra partidario del libre mercado y del comercio exterior. Frente al 56% de aprobación de Obama, solamente el 13% de los brasileños admiran al presidente venezolano Hugo Chávez y el 18% expresa solidaridad por Irán, dos aliados de Lula.
En lo que para algunos fue una deprimente campaña electoral y para la mayoría una orgía de adulación, Lula fue de nuevo la estrella, escoltando de mitin en mitin por todo el país a la heredera menos conocida, pronunciando la mayoría de los discursos. A Dilma Rousseff, de 62 años, economista de izquierda radical y en su juventud guerrillera urbana encarcelada y torturada por el régimen militar, la han presentado ante la gente como a una muchacha debutante. “Elegir a Dilma será la decisión más importante de mi presidencia”, proclamó Lula una y otra vez, entre las especulaciones de que Dilma ocuparía la presidencia solamente lo necesario para que Lula volviera al cargo en las elecciones de 2014. Dilma obtuvo su mayor votación en los municipios pobres con mayor concentración de beneficiarios de Bolsa Familia.
Con el 47% de los votos, Lula y Dilma perdieron por poco la primera vuelta de las elecciones del domingo 3 de octubre, debido al sorprendente resultado de la senadora Marina Silva, ex ministra de Medio Ambiente de Lula, que, hija de un recolector de caucho y nacida en las profundidades de la Amazonia, aprendió a leer y escribir a los 16 años. Su defensa de mejoras en la educación y su habla pausada y elegante le granjearon el voto de protesta (19%) de los descontentos con la medrosa e insulsa campaña del principal candidato de la oposición, José Serra, cuyo valioso desempeño como ministro de Sanidad y como alcalde y gobernador de São Paulo no impresionó a los votantes.
La elección de Dilma traería dos riesgos: primero, es conocida como una Mujer Dragón. Cuentan en los círculos políticos varias anécdotas sobre su maltrato a colegas y subordinados, incluso a los médicos y enfermeros que trataron su cáncer linfático el año pasado en un hospital de São Paulo. Su mal genio puede chocar con los hombres menudos que caminan bajo las piernas de Lula. Lula los protegió porque necesitaba alianzas con propios y extraños, encubriendo los múltiples escándalos de corrupción que asolaron sus ocho años de presidencia.
El segundo peligro, el más importante, es el de que el periodo de vacas gordas esté llegando a su fin, ya que la facilidad de acceso al crédito y el enorme incremento del gasto público han sobrecalentado la economía brasileña. Los elevados tipos de interés que pretendían controlar la inflación han fortalecido todavía más una divisa ya sobrevalorada, que agrava un déficit por cuenta corriente en aumento.
Entonces, ¿cuál sería el legado de Lula? No paz e amor, sino la elección de Dilma Rousseff, cuya supervivencia y el éxito a largo plazo del propio Brasil dependerán de la capacidad para ahorrar más y de invertir eficientemente en educación e infraestructuras para que su gente sea más productiva.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Norman Gall es director ejecutivo del Instituto Fernand Braudel de Economía Mundial de São Paulo.